martes, 9 de diciembre de 2008

El abismo de sí mismo

Cada vez que hablo de la fábrica debo recurrir a la matemática y por consiguiente a la paciencia del interlocutor. Cada rollo de jean (que de ahora en más llamaré "pieza") tiene 100 metros y pesa 80 kilos. Es decir que cada metro de tela pesa 800 gramos. Si se la ubica vertical, la pieza mide entre 1,65 a 1,70 metros así que de cualquier manera es más alta que yo. La pieza de jean era mi elemento de trabajo. Yo, que en ese momento pesaba entre 66 y 68 kilos, la manipulaba como quería. Para eso mi cuerpo, con gran esfuerzo, tuvo que transformarse y habituarse al rigor de la utilización constante de los músculos. Cada corte (corte es la disposición de la tela desenrrollada sobre una mesa de unos 35 metros de largo, encimada en pares enfrentados por el lado azul del jean para su posterior corte en pedacitos con forma de piernas, bolsillos, vistas, cinturas, pasacintos, cartera fina y cartera ancha. Habitualmente el corte mide unos 10 metros) llevaba aproximadamente 1200 metros de jean, lo que demandaba de mí, a través de un trayecto de 25 o 30 metros, la movilización de 12 piezas. Había veces en los que se realizaban, contra reloj, tres o cuatro cortes por día, es decir, casi 50 piezas transladadas en un día con mis brazos. Cuatro toneladas de jean. No puedo creer que fui yo el que hizo eso.
Un día trabajé tanto que ya casi no aguantaba estar parado. Pero eso no debía decirse ni demostrarse con hechos. El reloj decía las 15 y faltaban 3 horas para ir a bañarnos. Aguanté estoicamente. Sabía que estaba cerca de mi límite, pero algo parecido al heroísmo me hacía resistir, ciego. Llegó la hora tan anhelada. Se podía notar en dos tipos de luz natural que se filtraban por algunos tragaluces: una general, que ocupaba todo el aire y que cambiaba el matiz del color de los objetos, y otra particular, una marca pequeña que iba cambiando de lugar según el momento del día. Con William hacíamos uso de la ciencia por necesidad, como náufragos. Tenía todo el polvillo del jean pegado en la transpiración del cuello, en la ropa, en los bordes del barbijo. Me senté como alguien que luchó y que venció, pero que fue derrotado en algo más grande, más difícil de definir. Cuando habían pasado unos minutos de las 18 horas y mi cerebro ya había asimilado la idea de que todo había terminado, sonó la ensordecedora bocina de un camión. Cuando sucede algo atroz, cuando se cristaliza la violencia por ejemplo, el cerebro no entiende en los primeros segundos, pero esa fugaz inconciencia sea tal vez la inadmisible conciencia de lo inexorable. Un camión con un contenedor de los grandes con 180 piezas de 80 kilos cada una. Más de 14 toneladas que debían ser descargadas en el menor tiempo posible. Primero pensé en renunciar en ese mismo momento. Después pensé que por más voluntad que pusiera no iba a poder descargarlo. Veía como los bordes de mi límite se hacían difusos, se dilataban, retrocedían, se hacían invisibles. Estaba frente al desconocimiento de mí mismo. Descargamos y apilamos el contenido de ese camión en 3 horas. Manipulamos, movimos 14 toneladas de jean. 14 horas de trabajo físico extremo, constante. Habré usado mi cuerpo más que un gladiador, más que un boxeador en la pelea del título, quizás más que un esclavo en las pirámides o en la muralla china. Flotaba en el aire algo de heroísmo, de vergüenza, de injusticia, de locura desbocada y de caos ordenado por mi fuerza. Me sentía poderoso y humillado.
Descubrí dos características de mí mismo: descubrí que no sé nada de mí mismo y que soy capaz de hacer cosas que nunca hubiera pensado posibles. Desde ese momento fui otro. Lo adverso templa. Asomar la cabeza al abismo de sí mismo, a riesgo de encontrar sólo infierno y desolación, falta de precisiones y orfandad, sólo puede dejar aprendizaje.
Dos ideas en apariencia aleatorias me van a permitir cerrar este texto:
* Leí una vez que la obra de arte es el resultado de la lucha del hombre con su contexto y con los materiales con los que trabaja.
* El acero de la Katana, la milenaria espada samurai, debe soportar 900 grados de temperatura y miles de pacientes martillazos para convertirse en el sable más eficiente y poderoso que existe.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Llanto hacia Retiro

En el tren, hacia Retiro, estaba parado entre dos asientos, ahí donde está el cesto de basura. Mientras Nuñez se convertía en Belgrano, y luego en Palermo y luego en Retiro y la máquina transcurría bestial sobre el acero, todos los pasajeros contrastábamos con quietud. La contemplación del paisaje y la contemplación mutua de los viajantes entre sí es el pasatiempos más a mano que encontramos para amortiguar esta singular experiencia de cambiar de espacio estando quieto. Entonces vemos la ropa de la gente, los nuevos adminículos tecnológicos, los locos que hablan solos, los peinados, las mochilas de los pibes con superhéroes nuevos, las conversaciones, las lecturas, los dormidos, la declamación de los vendedores, las parejas, los ciegos, todos juntos yendo a un mismo punto para luego disgregarnos.
Es un momento de transición: dejamos de hacer algo en un lugar, viajamos, y luego realizamos otra acción en otro lugar. Es, también, un tiempo de introspección, en donde, impedidos de usar los músculos, nos damos cuenta de que estamos pensando. Qué hicimos, qué vamos a hacer, hacia dónde vamos, de dónde venimos...
Una mujer estaba llorando. Miraba para afuera. Tenía auriculares. Primero pensé que estaría escuchando algo que le estaba haciendo mal, que le daba tristeza. Pero razoné que, así como no miraba nada específico, tampoco escuchaba nada en especial. Todo estaba en su cabeza. Sus ojos se llenaban de lágrimas, alguna caía. Su mentón temblaba, y cuando temblaba más, más triste era su expresión. No dejaba de mirar hacia afuera. Suena su celular, se seca las lágrimas como queriendo que su interlocutor no la viera llorando y atiende. No puedo escuchar lo que dice, pero mientras habla no llora. Yo imaginaba dos cosas: que el novio acababa de dejarla y que ahora la llamaba para seguir hablando o que un pariente estaba enfermo y que las noticias eran constantes porque se volvían viejas apenas pronunciadas. Nunca voy a saberlo. Cuelga, guarda el autodefinido/sopa de letras y la revista Pronto porque ya estamos llegando y sigue mirando hacia afuera. Por el momento ya no llora, pero su mentón vuelve a temblar... Pensé que había un mundo paralelo dentro de su cabeza. Un mundo cuyos actores y circunstancias jamás nadie va a conocer más que ella. Le miraba el cráneo y deseaba saber qué pasaba adentro. Llegamos. Todos juntos nos preparamos para salir. Se abren las puertas y salimos. Nos disgregamos como una bomba de racimo.
Ver llorar a alguien da tristeza, nada más que eso. Quizás lo inquietante sea tener la inequívoca certidumbre de que en algún momento voy a ocupar el lugar de ella.

lunes, 6 de octubre de 2008

Esmeralda

Microcentro de la ciudad de Buenos Aires. 6:40 am. El 29 agarra diagonal norte (Roque Saenz Peña) y va cortando en precisa linea recta la monótona simetría cuadrangular en que fueron dispuestas las manzanas. A eso hora de la mañana todo es nuevo; implacable e indiferente a la sensibilidad que trae el recién despierto, la realidad propone innumerables estímulos que uno no tiene más que masticar. Pienso azarosamente. Si Pompeya, Parque Patricios, La Boca, el arrabal es el tango, el microcentro, la calle Corrientes, el tráfico insufrible, la gente con traje caminando rápido, los edificios inmensos, los taxis tambien exudan tango, pero el de Piazzola.
En esa vigilia receptiva vi una imagen que activó en mí un proceso de asociaciones y relaciones. En la esquina exacta de diagonal norte y Esmeralda hay un inmenso edificio, de un color beige grisaceo producto del smog y la impersonalidad. Una mole entre otras moles. Me nace un sentimiento mezcla de incredulidad y desproporción al ver estas construcciones y verme a mí y a mis débiles manos de carne. La inmovilidad pétrea contrasta con el frenesí de nosotros, los diminutos. En esa gigantesca elevación sin rostro, de formas estrictas, de un color que activa solo negatividad, está remachado, impuesto sobre la piedra alisada un cartel azul de letras blancas que denuncia el nombre de la calle: Esmeralda.
El nombre reemplaza al objeto. El objeto está ahí, pero dicho. Imagino una esmeralda incrustada en la carne de la ciudad, queriendo enfrentar con su belleza tanto anonimato. Imagino al rebelde que decidió ser el encargado de cambiar algo en la simétrica frondosidad de concreto, que decidió intervenir con el arte, logrando que el arte nunca fuera más activo, funcional y sublevado.
No vislumbro ninguna objeción cuando digo, con total convicción, que el cartel de Esmeralda, solitario, resignificado por mis ojos, resistiendo con su azul incongruente, con sus letras blancas y discretas, con su concepto contenido haciendo frente a todo horror posible o real , es poesía.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Dos emisarios blancos

Todo es susceptible de interpretación. Cada cosa puede leerse o interpretarse desde diferentes puntos de vista. Un hecho cualquiera de la vida cotidiana puede ser un mero hecho aislado o puede ser parte, tal vez, de algo más grande que ni percibimos ni podemos abarcar.
Dos hechos aislados:
Uno) En Entre Ríos, Colón.
Asistí a un mega asado familiar. La parrilla tenía el tamaño de una cama de dos plazas y los fragmentos de vaca no estaban durmiendo encima precisamente. Sonaba un incesante chamamé que podía entenderse como uno solo y no como una variedad de canciones. Largas mesas con platos, docenas de ensaladas variadas, los niños que antes corrían ahora miraban de frente al inefable extraño que era yo, los expertos escrutando minuciosamente cada detalle del conjunto brasas-carne-cocción. El río, ahí, a dos pasos, detrás de una espesa franja de monte. El cielo, inmenso, imponía negrura.
El lugar estaba compuesto de dos grandes casas: en la primera solo había mujeres. Entramos, saludamos y salimos. Caminamos hasta la segunda en cuyo frente había dos hombres junto a la parrilla. Saludé apretando fuerte la mano, y nos quedamos todos en silencio, tal vez por el desconocimiento mutuo o por el ensimismamiento que provoca el fuego. Giré la cabeza y en el pasillo que quedaba entre las dos casas, al fondo, un caballo blanco, bien blanco, comía pasto en la oscuridad. Sus movimientos parecían estar en otro tiempo y en otro lugar. Atribuí a mis ojos de citadino la extrañeza, sin embargo no se podía negar que ese caballo blanco en la oscuridad, generando una inconcebible luz de luna propia, era parte de algún sueño.
Dos) En Buenos Aires, barrio de Almagro.
Sentado en el profesorado, esperando para entrar a clase, prendo un cigarrillo y cuando tiro mi cabeza hacia atrás para lanzar el humo desde mi boca hacia arriba, veo la lámpara que cuelga del techo. Una esfera perfecta, redonda y blanca, colgada, inmóvil de un cable negro. De inmediato (aún menos tal vez) recordé que cuando era chico sentía un regocijo inexplicable al entrar a la heladería Sorrento y mirar esas cuatro esferas perfectas, redondas y blancas. No sé a qué se debía semejante placer: quizás un aproximamiento a la perfección. Debo decir que, a la indescriptible satisfacción que me provocaban esas lámparas se unía una irrepetible sensación de serenidad. También debo decir que nada tenía que ver con esta experiencia tan íntima, el mero azúcar terrestre del helado.
No sé cómo decir: si presencié o tuve dos visiones en un lapso de cinco días. Porque aparentemente nada tienen que ver estos dos hechos aislados. En el primero me invadió el mundo del sueño; en el segundo, el del pasado. Tal vez el sueño y el pasado tengan en común eso intangible y absurdo que a todas luces hacen parecer que no han existido nunca. Mis ojos presenciaron por primera vez un caballo blanco en la oscuridad, y a los pocos días viene a mí un recuerdo en el que mis ojos se regodeaban con la perfección redonda y blanca. Me gusta pensar que, como aquellos "heraldos negros que nos manda la muerte" que escribe Vallejo sobre los golpes de la vida, a mí se me presentaron dos emisarios blancos para recordarme, sutilmente, que no sea soberbio y que, por más esfuerzo que cueste, no deje de mirar las cosas con ojos inocentes.

martes, 12 de agosto de 2008

Pornografía

Ella me comentó algo sobre la ceremonia de inauguración de los juegos olímpicos. Me dijo que la delegación argentina, a la hora de desfilar, no actuó como otras delegaciones, sino que bailaba, saltaba, demostraba la alegría que sentían por estar allí. Lo que me llamó la atención fue que también filmaran y sacaran fotos. Ellos, el espectáculo, sacaban fotos al público. En una instancia inaudita, el espectador y el espectáculo se registraban para la eternidad mutuamente. Me da la impresión de que algo en ese momento preciso está como suspendido en el aire, como anulado. Una sensación de abismo, un espejo frente a un espejo y en el medio nada. En el afán de que ese momento tan importante (que lo es solamente porque ellos están ahí) quede registrado para siempre, se anulan y desaparecen. Pienso que todo se debe a que los deportistas deben suponer que la circunstancia los supera, que ese momento único (como todos) es más importante que ellos mismos, sin percibir que ellos son el acaecer mismo.
Hay un ansia de registrarlo todo, de preferir ver o verse después que vivir el momento. De descubrir, mientras uno mira lo que filmó (o a sí mismo filmado) después en la tele, qué sentimientos experimentaba en ese momento en que filmé o fui filmado. Ya no es el mismo placer, es otro. Es contemplarse gozando. Es yo dos veces: gozando allí, en el momento filmado, y gozando aquí, mirando como gozaba cuando filmaba. Porque lo verdaderamente importante, la contemplación del espectáculo, quedó en un segundo o tercer plano, tantas son las capas nuevas de realidad creadas. Uno sacrifica ese momento único del espectáculo para trasladar el placer para otro momento. Entonces Abu Ghraib y el placer perverso de los soldados norteamericanos, no sólo por torturar, sino también por filmar la tortura. Después, en la casa, junto a su familia y amigos, se verían a sí mismos posando para la foto con una sonrisa junto a los presos desnudos y golpeados. O el bullying, el acoso, maltrato, matonaje escolar que existe desde siempre, pero que ahora puede valerse de un plus que parece inventado para sus fines: poder filmar para después reir con lo hecho.
El hombre, al ser humano digo, siente enormes deseos de saber cómo se comportan sus pares en la intimidad. Tal vez para corroborar que todos hacen lo mismo, y que él no es el único miserable de este mundo.
La pornografía, esa gran máquina de mostrar la intimidad, por lo menos muestra (sea homosexual o heterosexual, hardcore o soft, profesional o amateur, supuesto, fingido, actuado, lo que usted quiera) placer común a todos los mortales.

martes, 22 de julio de 2008

William

Pasé 4 años de mi vida trabajando 12 horas por día en una fábrica textil. Tengo tantas cosas que decir de esa época que supongo voy a hacerlo gradualmente. En resumen: trabajo físico extremo y constante; la paga inversamente proporcional al trabajo realizado; los días iguales, incesantes y terribles, las horas que no pasan nunca, son las 15:00 de la tarde y ya pasó una eternidad y falta otra para irme, y quizás todavía es lunes así que la espera infernal se multiplica por 5 hasta llegar al bendito viernes. Pasaba esas largas horas con mi compañero William, el cual hizo que ese infierno fuera más leve. Era (es, porque todavía vive y sigue trabajando en el mismo lugar) más chico que yo, pero más fuerte, resistente e independiente, en el sentido de que se valía por sí mismo para todo. William se interesaba por todo, con esa avidez de querer entender que tanto admiro. Tenía una inteligencia única, un tipo de inteligencia que nacía de buscar la causa originaria en cada cosa, deteniéndose en los detalles y llegando siempre a la conclusión correcta. Yo le decía que tenía un talento increíble para ser detective, pero aunque él se reía, yo lo decía en serio. Sólo con la razón, se adelantaba tanto a los hechos que yo a veces quedaba asombrado. Ese es un talento natural, y deja en evidencia lo diferente que somos unos de otros, ya que siempre me hacía pensar: "¿Cómo no me di cuenta antes?". Mientras levantábamos entre los dos los rollos de jean de 80 kilos, podíamos estar hablando de cuál es el peor superhéroe (Batman o El Zorro eran los principales, supongo que por no tener poderes) o dos de nuestros temas favoritos y recurrentes: el cerebro humano y los linyeras. Era paraguayo, y me contaba de lo que hacía en su infancia y su adolescencia en un ambiente hostil, con alimañas, plantas y frutos de conductas, tamaños y gustos totalmente ajenos y desconocidos para mí. Siempre que cuento esto, me acuerdo de "El beso de la mujer araña" en donde Molina le contaba al preso político las películas que había visto, para hacerle pasar mejor el rato. Estabamos los dos ahí, encerrados y aturdidos. Todo aquello que parecía superficial (los programas de la tele y las películas, las actitudes y aspectos extraños de los pasajeros del tren), cualquier cosa era convertida en profunda, contándonos lo que vimos y lo que vivimos, porque todo el tiempo del mundo estaba de nuestro lado.
Yo supongo que no debe saber lo importante que fue su presencia en ese infierno. Estoy convencido, y eso me hace sentir muy bien, de que mi presencia en el suyo lo hizo, aunque por un rato, un lugar un poco más agradable.

miércoles, 16 de julio de 2008

Las influencias

Cuando era más joven leía a García Márquez, por ejemplo, y después, influído, intentaba largas oraciones que ocupaban una carilla. O también leía a Cortázar, y luego quería lograr el más insólito de los argumentos. Con Borges aprendí a ser (a intentar ser) lo más certero posible en la adjetivación. Ahora estoy leyendo a Juan José Saer, uno de los más grandes escritores que leí, así que me agarran justo en un momento en donde la elección de la palabra exacta que realmente describa lo que yo quiero decir es lo que más me motiva. Ahora bien, no quiere decir que esos escritores influyan exactamente con esos rasgos a todos. A mí, en un momento histórico y en un momento personal determinado, me afectaron esas características.
Una vez enganché en el cable una película de Godard, nunca supe cómo se llama. Sabía que Godard era un groso y también sabía que decir que a uno le gusta Godard hace groso a uno. Pero debo decir, casi con orgullo snob, que nunca caí en las vacuas garras del snobismo. Me resulta triste, o mejor, poca cosa, mostrar una máscara soberbia con un fondo de nada misma. La cosa es que esa película me despertó un montón de cosas: en blanco y negro, una mujer muy hermosa (a la cámara francesa le encanta regodearse en un hermoso rostro femenino. Martín dice que na hay nada más cine que eso) camina, se toma su tiempo, entra a un bar. Después a uno le informan que ella es prostituta. Se podría decir que no pasa nada. Pero a mi sí me pasaron cosas. Por ejemplo, descubrí que en el cine podían existir otros tiempos. Que el director podía, si quería, mostrar tiempo perdido mostrando a alguien que hace poco y nada. Y a la vez, paradójicamente, mostrando ese tiempo perdido, reflexionaba sobre cosas profundas. No era la primera vez que veía cine francés, pero en ese momento descubrí que ese ritmo y ese tiempo diferentes a la homogeneidad yanqui que acostumbraba y acostumbro ver, me daba un respiro. Respiro no solamente por poder comprender una estructura diferente, sino también porque intuía que el director hacía lo que quería, utilizando un lenguaje propio, y lo hacía sinceramente en función de algo que quería decir.
Siendo cadete tuve que hacer un trámite. En realidad tenía que hacer un trámite médico, personal, para un superior mío. Supongo que eso también es trabajo de cadete. Cuando entro a Medicus, una incesante decena de empleados, remedando un Mc Donald sin comida, se movía entre pacientes y máquinas. Entrego los papeles y espero en el mostrador. Como una epifanía sonora, agarrándome de sorpresa, cristalizando en mi cerebro simetrías de tiempo, ritmo, frecuencias, sonido, conjugándose matemáticamente como un milagro y seguramente sólo para mí, dos máquinas de fax a destiempo me proporcionaron una melodía. Quedó en mi cabeza hasta que llegué a mi casa, agarré la guitarra y mis dedos, con alivio, descubrieron que Mi menor y Si séptima eran el marco perfecto para aquel fragmento de caos que a mí se me presentó ordenado.
Quiero decir que cualquier cosa nos atraviesa, cambiándonos, transformándonos a cada instante. Me gusta no desestimar ninguna expresión, o manifestación de azar (como las máquinas de fax) que sea susceptible de influenciarme, enseñándome a la vez el exterior y una parte de mí que no conocía. Sea una conversación en el colectivo, una bruta cumbia, un documental de Indonesia, Felipe que me pregunta cosas como una manera de ir tanteando el mundo, el gusto de un condimento que no probé nunca, un Fiat 600 bastante bien cuidado, una banda rock de adolescentes desafinados, un programa de chimentos, ella esperándome o mirándome, un ladrillo de más de 700 páginas, todo el cine, toda la música, todos los textos, todos las pinceladas y las esculturas, todos los gritos, las caricias, las miradas, los llantos, los proyectos frustrados, los destinos impensados, los nervios, las risas, los ríos, la conversación con los muchachos... Amo mi condición de esponja. Y no crean que no soy agradecido: algo lindo voy a devolverle al mundo.

martes, 15 de julio de 2008

Heterónimo

Cuando hablan de Fernando Pessoa, no se privan de mencionar que es el creador de los heterónimos, esos otros alter ego con diferentes personalidades, y por consiguiente, con puntos de vista y estilos distintos al suyo. Es decir, el mismo escritor escribía con un estilo diferente según el heterónimo que utilizaba. Aunque no me gusta esa costumbre, ya que reduce a un artista, sino a un fragmento de su genialidad, a un recurso de su obra, yo mismo la estoy utilizando. Esto viene a cuento porque mientras escribo me estoy descubriendo otro. Antes corregía hasta la obsesión, y cuando mostraba algún texto, que había pasado los estrictos peajes que yo le imponía, creía que era una genialidad y aquel que osaba hacerme notar un error, estaba más errado que yo. Con esta modalidad, los textos y los críticos eran muy escasos. Ahora me encuentro con la escritura inmediata, temiendo repetir palabras, o contradecirme, o no estar diciendo nada. Es una instancia nueva, arriesgada, que demanda de mí nuevos modos. Me gusta me parece. Supongo que la asiduidad que demanda el formato va a hacer nacer de mí un heterónimo involuntario

lunes, 14 de julio de 2008

Y en el comienzo fue...

No sé cómo me animé. Esto de la exposición de mis observaciones, interpretaciones, descripciones de sentimiento... Qué necesidad hay de que mis puntos de vista sean leídos? Lo primero que me viene a la cabeza es la vanidad... Al día siguiente ver si alguien comentó mi texto, y sentir un íntimo placer. Pero también pienso en que hay un resto de sinceridad y que simplemente quiero tirar al viento mi visión de las cosas. Para eso uno aprende a tocar un instrumento musical, o pinta, o escribe poesías: para sentir placer y para comunicarle a los demás la propia experiencia. Para eso el hombre habla, y grita, y mueve las manos, y llora, y se ríe, y hace uso de toda expresión artística, y si no hay la inventa, y se agarra la cabeza cuando el otro no entiende, y entonces prueba con otra cosa, hasta que una cualquiera, ponele, el soneto, o la fotografía, o el tallado en bronce, te satisface las necesidades, te queda como un traje hecho a medida. A algunos ese traje le queda bien toda la vida y otros, aunque también, gustan de probarse otras prendas.
De la Flaming Living Chatos, del que soy miembro fundador y cuyo blog es http://www.flaminglivingchatos.blogspot.com/ , saqué el nombre de este blog. "Los últimos pus" es un tema que hablaría de los últimos momentos de la vida de una persona. Según el compositor del tema, todo aquel que se está por morir destila veneno adrede, como queriendo despedirse haciendo maldad, quizás como un último intento desesperado de trascendencia. Esas maldades son los últimos pus. Cada vez que tengo un nuevo emprendimiento artístico (digamos, tocar la guitarra con gente nueva, o escribir de una manera nueva, como ahora) tengo la sensación de que es un último pus que voy a tirar. No pensado desde el punto de vista de la maldad, sino desde esa desesperación que nos lleva a hacer cualquier cosa para seguir viviendo luego de morir, dejándo marcas, benéficas o venenosas, que nos van a dar la ilusoria fantasía de que no vamos a ser olvidados.
Aquí va otro intento de querer seguir viviendo en otros.
Ahí voy, entonces, en el viento virtual.....