lunes, 1 de septiembre de 2008

Dos emisarios blancos

Todo es susceptible de interpretación. Cada cosa puede leerse o interpretarse desde diferentes puntos de vista. Un hecho cualquiera de la vida cotidiana puede ser un mero hecho aislado o puede ser parte, tal vez, de algo más grande que ni percibimos ni podemos abarcar.
Dos hechos aislados:
Uno) En Entre Ríos, Colón.
Asistí a un mega asado familiar. La parrilla tenía el tamaño de una cama de dos plazas y los fragmentos de vaca no estaban durmiendo encima precisamente. Sonaba un incesante chamamé que podía entenderse como uno solo y no como una variedad de canciones. Largas mesas con platos, docenas de ensaladas variadas, los niños que antes corrían ahora miraban de frente al inefable extraño que era yo, los expertos escrutando minuciosamente cada detalle del conjunto brasas-carne-cocción. El río, ahí, a dos pasos, detrás de una espesa franja de monte. El cielo, inmenso, imponía negrura.
El lugar estaba compuesto de dos grandes casas: en la primera solo había mujeres. Entramos, saludamos y salimos. Caminamos hasta la segunda en cuyo frente había dos hombres junto a la parrilla. Saludé apretando fuerte la mano, y nos quedamos todos en silencio, tal vez por el desconocimiento mutuo o por el ensimismamiento que provoca el fuego. Giré la cabeza y en el pasillo que quedaba entre las dos casas, al fondo, un caballo blanco, bien blanco, comía pasto en la oscuridad. Sus movimientos parecían estar en otro tiempo y en otro lugar. Atribuí a mis ojos de citadino la extrañeza, sin embargo no se podía negar que ese caballo blanco en la oscuridad, generando una inconcebible luz de luna propia, era parte de algún sueño.
Dos) En Buenos Aires, barrio de Almagro.
Sentado en el profesorado, esperando para entrar a clase, prendo un cigarrillo y cuando tiro mi cabeza hacia atrás para lanzar el humo desde mi boca hacia arriba, veo la lámpara que cuelga del techo. Una esfera perfecta, redonda y blanca, colgada, inmóvil de un cable negro. De inmediato (aún menos tal vez) recordé que cuando era chico sentía un regocijo inexplicable al entrar a la heladería Sorrento y mirar esas cuatro esferas perfectas, redondas y blancas. No sé a qué se debía semejante placer: quizás un aproximamiento a la perfección. Debo decir que, a la indescriptible satisfacción que me provocaban esas lámparas se unía una irrepetible sensación de serenidad. También debo decir que nada tenía que ver con esta experiencia tan íntima, el mero azúcar terrestre del helado.
No sé cómo decir: si presencié o tuve dos visiones en un lapso de cinco días. Porque aparentemente nada tienen que ver estos dos hechos aislados. En el primero me invadió el mundo del sueño; en el segundo, el del pasado. Tal vez el sueño y el pasado tengan en común eso intangible y absurdo que a todas luces hacen parecer que no han existido nunca. Mis ojos presenciaron por primera vez un caballo blanco en la oscuridad, y a los pocos días viene a mí un recuerdo en el que mis ojos se regodeaban con la perfección redonda y blanca. Me gusta pensar que, como aquellos "heraldos negros que nos manda la muerte" que escribe Vallejo sobre los golpes de la vida, a mí se me presentaron dos emisarios blancos para recordarme, sutilmente, que no sea soberbio y que, por más esfuerzo que cueste, no deje de mirar las cosas con ojos inocentes.