lunes, 22 de febrero de 2010

Una patria

El tipo es diminuto, no enano, pero bien petiso. Es casi tan alto como su instrumento. El tren se balancea en movimientos irregulares e inesperados, pero en marcha regular. Como puede atraviesa ese intermedio entre vagón y vagón, esa especie de acordeón, de limbo inestable. Sirve para dar la sensación de entrar a escena. Una mujer con cabellera negra y frondosa, con cartera al hombro y ojos de tedio, lo sigue de cerca, a todo momento. Ella va a cumplir una función, pero todavía no se sabe cuál. Él, concentrado, saca una llave mariposa de su bolsillo, toca algunas cuerdas con una lógica que sólo él conoce y ajusta algunas de las casi 50 clavijas. Cuando decide que el instrumento está afinado, adopta la postura acorde y dispone los dedos sobre las cuerdas. En el medio del bochorno del tren, el sonido de agua que regala el arpa trae una paz o algo semejante al equilibrio y la armonía, inauditos en el contexto. Los dedos son muy pequeños, nerviosos y deformados por la ejecución del instrumento. Para tocar el arpa transformó sus manos o el arpa le exigió esa transformación para ser tocada. Tal vez es lo mismo. Lo cierto es que toca rápido y bien esa polka paraguaya que yo vengo escuchando desde chiquito. La primera que aplaude cuando termina es la señora que no se le separa y ahí descubrí su primera función. Tengo que decir que lo he visto muchas veces. Y siempre se cumple la misma dinámica. A veces toca una canción, a veces dos. Pero siempre, después de que termina, la señora se acerca y le sostiene el arpa para que él comience a pedir las monedas. Esa es su segunda función. Siempre me pregunté por qué no pide ella, y siempre me contesté que seguramente debe sentir vergüenza. Después el arpista vuelve, toma el instrumento y se adelanta para seguir el concierto discontinuo.
Siempre me gusta verlo llegar porque sé que voy a escuchar algo agradable. Pero también entiendo que él está tocando algo adentro mío. "La patria es la infancia" pensaron Gabriela Mistral, Rilke, Saer. Aunque Saer habla del escritor y dice que su patria es la infancia y el lenguaje. A mí no me enseñaron güaraní. Pero el recuerdo de mi abuela bailando esas mismas melodías del arpista, en el patio del conventillo, en plena Capital Federal, con amplia pollera y una botella en equilibrio sobre la cabeza, tal vez sea mi patria.
La semana pasada entró de nuevo en mi vagón. Entró por la puerta que estaba a mis espaldas pero, sin darme vuelta, pude adivinar todos los movimientos del ritual. Yo estaba sentado y enfrente mío una señora de unos 45 años, grandota y morocha, desplegó una inmensa sonrisa cuando escuchó las primeras notas del arpa. Sus ojos se humedecieron un poco, probablemente por sentimientos, recuerdos, añoranzas conjugados. Se la veía feliz, porque algo que tenía que ver con una vida suya alejada en tiempo y espacio de este presente, había entrado al vagón.
Yo la miraba y pensaba que había algo que nos unía, aunque fueramos disímiles en edad, en género, probablemente en nacionalidad. Ese lazo que nos unía no tenía nada que ver con un sentimiento patriótico nacionalista, o un orgullo por un país determinado, sino por reuniones con la misma comida, los mismos bailes, las mismas maneras de vestirse, de pararse, de dormir a los niños, el mismo idioma que escuchabamos aunque ella seguramente lo hablara y lo entendiera y yo no, con gente extrañada añorante del mismo terruño, en fin, sentados uno frente a otro en el tren destino Retiro, compartí con una mujer extraña la misma patria, la misma música de nuestra infancia.