martes, 22 de julio de 2008

William

Pasé 4 años de mi vida trabajando 12 horas por día en una fábrica textil. Tengo tantas cosas que decir de esa época que supongo voy a hacerlo gradualmente. En resumen: trabajo físico extremo y constante; la paga inversamente proporcional al trabajo realizado; los días iguales, incesantes y terribles, las horas que no pasan nunca, son las 15:00 de la tarde y ya pasó una eternidad y falta otra para irme, y quizás todavía es lunes así que la espera infernal se multiplica por 5 hasta llegar al bendito viernes. Pasaba esas largas horas con mi compañero William, el cual hizo que ese infierno fuera más leve. Era (es, porque todavía vive y sigue trabajando en el mismo lugar) más chico que yo, pero más fuerte, resistente e independiente, en el sentido de que se valía por sí mismo para todo. William se interesaba por todo, con esa avidez de querer entender que tanto admiro. Tenía una inteligencia única, un tipo de inteligencia que nacía de buscar la causa originaria en cada cosa, deteniéndose en los detalles y llegando siempre a la conclusión correcta. Yo le decía que tenía un talento increíble para ser detective, pero aunque él se reía, yo lo decía en serio. Sólo con la razón, se adelantaba tanto a los hechos que yo a veces quedaba asombrado. Ese es un talento natural, y deja en evidencia lo diferente que somos unos de otros, ya que siempre me hacía pensar: "¿Cómo no me di cuenta antes?". Mientras levantábamos entre los dos los rollos de jean de 80 kilos, podíamos estar hablando de cuál es el peor superhéroe (Batman o El Zorro eran los principales, supongo que por no tener poderes) o dos de nuestros temas favoritos y recurrentes: el cerebro humano y los linyeras. Era paraguayo, y me contaba de lo que hacía en su infancia y su adolescencia en un ambiente hostil, con alimañas, plantas y frutos de conductas, tamaños y gustos totalmente ajenos y desconocidos para mí. Siempre que cuento esto, me acuerdo de "El beso de la mujer araña" en donde Molina le contaba al preso político las películas que había visto, para hacerle pasar mejor el rato. Estabamos los dos ahí, encerrados y aturdidos. Todo aquello que parecía superficial (los programas de la tele y las películas, las actitudes y aspectos extraños de los pasajeros del tren), cualquier cosa era convertida en profunda, contándonos lo que vimos y lo que vivimos, porque todo el tiempo del mundo estaba de nuestro lado.
Yo supongo que no debe saber lo importante que fue su presencia en ese infierno. Estoy convencido, y eso me hace sentir muy bien, de que mi presencia en el suyo lo hizo, aunque por un rato, un lugar un poco más agradable.

2 comentarios:

Almirante Margarito dijo...

Oh... y su presencia hace más llevadero mi trabajo, querido amigo.

Anónimo dijo...

groso fer !

muy buena atmosfera la de este relato

un abrazo