Estoy en Córdoba, en un pequeño pueblo limítrofe con San Luis y La Pampa. Tengo 6 o 7 años y es navidad. Muchos familiares alrededor de la mesa, mucho alboroto. Soy el más grande de todos los primos, asi que contando también a mi hermano, seremos unos 7 niños. Para ser totalmente sincero voy a decir que tengo sólo dos recuerdos precisos: la pirotecnia era diferente, era más grande y explotaba más fuerte. Recuerdo una granada verde, con la misma forma y tamaño que las granadas tienen en las películas. Alguien la arroja prendida y explota en el aire. En mi barrio se tiraba al piso, o contra una pared, nunca al aire. La granada explotó en el aire y sus refulgencias se imprimieron para siempre en mi retina y mi cerebro porque nunca más olvidé esa explosión. Sin embargo, no es ése el recuerdo más importante que me queda de esa noche. Hay otro.
La casa tiene una gran ventana y yo estoy afuera viendo la imagen de los familiares adentro, alrededor de la mesa. Se acerca mi tía Nora, furtivamente, y me dice al oído ensordeciendo la voz: "Vení, dale, ayudame a poner los regalos". No entendí primero. Pero luego entendí. Tenía que ayudar a poner los regalos abajo del arbolito. Los regalos que iba a traer Papá Noel. El Papá Noel que yo también estaba esperando. Algún otro niño hubiera llorado, algún otro discutido... Yo decidí actuar. Tal vez, intuía que si le decía a mi tía que yo tampoco sabía que Papá Noel eran los padres la iba a hacer sufrir. Digamos que yo la protegí a ella. Actué una madurez o adultez que no tenía. Actué con mi cabeza convulsionada con los recuerdos de navidades y regalos anteriores, con esperas eternas en la cama sin querer dormir, aguzando el oído para descubrir a Papá Noel entrando, furtivamente, a traerme mi regalo. Actué mientrás acomodaba los regalos en el árbol, y hasta cuando coloqué mi propio regalo. Yo puse mi regalo en el árbol. Me gustaría verme a mí, caminando atrás de mí tía, con los brazos llenos de paquetes. Quisiera saber hasta dónde actué, que grado de azoramiento o decepción dejaba traslucir mi rostro. Tal vez intuí, con vergüenza, que ya tenía que dejar de ser niño, y que, si todavía persistía en mi tesitura, haría el ridículo frente a los grandes.
De todas maneras, lo que más me perturba de esta anécdota es mi falta de sublevación, mi decisión férrea de continuar con el acto y no mostrar ni un ápice de lo que sentía. Muchas veces sigo siendo así. Muchas. Me detesto cuando soy así. Me consuelo solo y pienso que hay que ser diplomático, que todo es política, que una actitud determinada va a provocarme un beneficio posterior. Odio cuando no me opongo al mundo... Me gustaría ser de otra manera, para no seguir siendo mi propio Papá Noel y para no seguir llevándome el regalo a mí mismo con una sonrisa de imbécil en el rostro.